15 agosto 2009

Reír por reír



Por mi trabajo acostumbro a presenciar las funciones de teatro entre cajas o desde la galería de tramoya del telar. Consciente de que esa perspectiva desvirtúa la percepción del espectáculo, me tomo un día de fiesta para ver la función como un espectador más que se sienta en el patio de butacas. Según avanza la obra comienzo a escuchar el murmullo cardíaco que trata de enredar a mi cerebro, y éste me dice que esquive aquello que conduce a líos, pero ya lo he dicho en alguna otra ocasión, nada puedo hacer por evitarlo, es genético y poco me importa navegar contra corriente.

¿En qué consiste la obra? Básicamente, en hacer payasadas encima de un escenario ante un parvulario que llenó el teatro Principal durante toda la semana. Que funcione una comedia como esta es realmente una tarea meritoria tratándose de Donostia, aunque todos los días hubo público que entre murmuraciones abandonó la sala. Al menos han tenido la valentía de poner en escena algo diferente, la apuesta es muy arriesgada y a juzgar por el público la superan, porque consiguen llevar alegría hasta sus corazones, y si la alegría es salud, ésta obra de teatro debería estar subvencionada por la Seguridad Social. La versión teatral de “Los 39 escalones” no está pensada para que la interpreten actores sino terapeutas de la risa, y en esto Diego Molero se sale.
Nos encontramos con una historia de pasatiempo contada de un modo estrafalario, sarcástico, satírico, absurdo, esperpéntico, estrambótico, con diálogos que persiguen el retruécano y de escaso interés. La pantomima tiene una espía que se sabe que es extranjera porque salpica erres y ges al hablar como si fueran gargajos. Para que no falte de nada, aparece un receloso campesino escocés que debe ser un cruce entre baturro y asturiano. A ratos, parece que nos encontráramos ante un concurso de poner caras, de congelar posturas o gestos. Con semejante entorno poco importa que la función salga piciada, nadie lo va a notar.

Humor rayano al desvarío. La delatora esposada, se encuentra de repente con un individuo enfrente suyo que yace en el suelo despatarrado, con las piernas abiertas mirando hacia arriba. La raptada frena la huida y pregunta, ¿Qué es esto? El personaje tumbado contesta, - ¡soy una grieta! . La actriz no puede contener la risa, así que saltan a la siguiente escena mientras el público aplaude y ríe a rabiar. Pasado algún tiempo encajo lo sucedido, y llego a una conclusión, puede que equivocada, si este tipo de vaciles provocan gracia, ¿será que existe una necesidad imperiosa de reír o que se tiene el sentido del humor atrofiado?

Aunque los elementos escenográficos se empleen ex profeso de una manera ridícula, hay que reconocer un trabajo de coordinación entre cajas frenético.
El uso de la luz me ha parecido imprudente, iba y venia vacilante, ensuciaba bambalinas, la elección de colores verbenera, alguien debería decirle al iluminador que una función de pago no es un ensayo de luces, que al teatro se viene con los deberes hechos, y… ¡qué deje de una puta vez de jugar con la luz! Los destellos de luz que preceden a la tormenta, infringen el límite de velocidad de los relámpagos.


Hay escenas que se prolongan demasiado rompiendo el buen ritmo que llevan otras, con lo que por momentos la obra se convierte en algo tediosa, no así para el que ha ido a reír a toda costa, hay gente que le hacen gracia hasta los silencios.

3 comentarios:

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